Hace años leí la novela de Paolo Giordano: La soledad de los números primos. Si bien el libro ha dejado en mí una sensación de poso, de algo que sospechas que fue bueno pero sobre lo que no tienes apenas un recuerdo vago; el título lleva desde entonces siguiéndome, inyectándome poco a poco un veneno que intuía pero que me negaba a ver.
La vida es un enorme colador que nos va filtrando según pasan los años, desde la confortable generalidad del grupo en nuestra juventud a la irremediable soledad que acompaña a la muerte en nuestra vejez. Quizás, la única opción que tenemos realmente es cómo tomarnos ese execrable camino a la individualidad. Lo llamamos madurez y lo tildamos de positivo. Menuda lacra.
Cuanto más consciente se es del Yo, más decisiones se toman y más puertas se cierran. En la juventud es sencillo, prácticamente cualquier opción elegida –o que la vida elija por nosotros-, es tomada por otra gran multitud de niños, formando grupos que permiten la socialización y el bienestar relacionado. Mientras sigamos montados en ese tren no sentiremos el vacío de la soledad, pero pronto llegará una nueva estación, algunos se apearán ahí y otros no. Lentamente filtrándonos, lentamente aislándonos.
Tiremos de tópicos, la vida es una encrucijada; pero no sólo de dos caminos. Siento que estoy en un intercambiador gigante en el que he seguido las riadas de gente, eligiendo caminos llenos de flechas en función del conocimiento de mi mismo. Estoy solo en el andén, esperando un tren que no sé si llegará y envidiando a aquellos que fueron conscientes antes que yo de que la vida es un camino solitario y de que llegará el momento en el que simplemente no haya nadie a tu alrededor. Envidio tanto a los que siguen vivos como a aquellos que cogieron el último tren para el que ya no hay más paradas.
A veces, si el destino es benigno, se nos permite compartir tren durante un tiempo con personas afines a nuestra opción. Durante ese tiempo seremos felices, nos sentiremos realizados, pero el tiempo es finito y la escala de valores una puta caprichosa. Los caminos se separarán irremediablemente.
Siento nostalgia por los ingenuos, esos que piensan que una decisión no cambiará su estado. Me imagino cada despedida a mediados del XIX, en una gris estación llena de hollín, un tren a carbón y dos personas que se dicen adiós. Sus adioses siempre son hastaluegos, no son capaces de entender mis lágrimas por un final, así como yo no soy capaz de discernir si el que se sube en el tren soy yo, o ellos. Los compadezco porque el día que se enteren el guantazo de realidad será épico, o puede que no, y en su tren haya más personas y puedan jugar todos al: ¿Y qué fue de…?
Aún no tengo claro qué es peor, si convertirse en un recuerdo lejano para el ingenuo que aún se pregunta por qué eres un recuerdo, o de aquel que sí es consciente de lo que está ocurriendo. Un navajazo más de la escala de valores, un sonrisa tan aséptica como el aeropuerto que imagino, una despedida cordial con un choque de manos o un abrazo fugaz, una monótona voz de megafonía anunciando la inmediata salida del avión. Ambos somos conscientes de que sólo quedará un buen recuerdo por el tiempo compartido, puede que incluso nos engañemos pensando que si nos volvemos a cruzar todo será igual, pero no, la espada de Damocles del tiempo es inmutable, aunque se sujete por una escala de valores cambiante.
Durante todo este camino he visto miedo. Miedo a no seguir a la masa, miedo a haber tomado el tren equivocado, incluso miedo a no encontrar a nadie en el tren elegido. Todos ellos miedos asociados a la soledad. En mi caso –y supongo que en el de otros que andan vagando en este macro intercambiador-, el miedo no es por una soledad aceptada varias estaciones atrás tras innumerables trenes vacíos, el pánico atroz es no saber si estoy sentado en un tren o en el banco del andén.
Estaba cansada, con ese cansancio que es simple vacío…
Paolo Giordano. La soledad de los números primos.