La soledad del individuo

Hace años leí la novela de Paolo Giordano: La soledad de los números primos. Si bien el libro ha dejado en mí una sensación de poso, de algo que sospechas que fue bueno pero sobre lo que no tienes apenas un recuerdo vago; el título lleva desde entonces siguiéndome, inyectándome poco a poco un veneno que intuía pero que me negaba a ver.

La vida es un enorme colador que nos va filtrando según pasan los años, desde la confortable generalidad del grupo en nuestra juventud a la irremediable soledad que acompaña a la muerte en nuestra vejez. Quizás, la única opción que tenemos realmente es cómo tomarnos ese execrable camino a la individualidad. Lo llamamos madurez y lo tildamos de positivo. Menuda lacra.

Cuanto más consciente se es del Yo, más decisiones se toman y más puertas se cierran. En la juventud es sencillo, prácticamente cualquier opción elegida –o que la vida elija por nosotros-, es tomada por otra gran multitud de niños, formando grupos que permiten la socialización y el bienestar relacionado. Mientras sigamos montados en ese tren no sentiremos el vacío de la soledad, pero pronto llegará una nueva estación, algunos se apearán ahí y otros no. Lentamente filtrándonos, lentamente aislándonos.

Tiremos de tópicos, la vida es una encrucijada; pero no sólo de dos caminos. Siento que estoy en un intercambiador gigante en el que he seguido las riadas de gente, eligiendo caminos llenos de flechas en función del conocimiento de mi mismo. Estoy solo en el andén, esperando un tren que no sé si llegará y envidiando a aquellos que fueron conscientes antes que yo de que la vida es un camino solitario y de que llegará el momento en el que simplemente no haya nadie a tu alrededor. Envidio tanto a los que siguen vivos como a aquellos que cogieron el último tren para el que ya no hay más paradas.

A veces, si el destino es benigno, se nos permite compartir tren durante un tiempo con personas afines a nuestra opción. Durante ese tiempo seremos felices, nos sentiremos realizados, pero el tiempo es finito y la escala de valores una puta caprichosa. Los caminos se separarán irremediablemente.

Siento nostalgia por los ingenuos, esos que piensan que una decisión no cambiará su estado. Me imagino cada despedida a mediados del XIX, en una gris estación llena de hollín, un tren a carbón y dos personas que se dicen adiós. Sus adioses siempre son hastaluegos, no son capaces de entender mis lágrimas por un final, así como yo no soy capaz de discernir si el que se sube en el tren soy yo, o ellos. Los compadezco porque el día que se enteren el guantazo de realidad será épico, o puede que no, y en su tren haya más personas y puedan jugar todos al: ¿Y qué fue de…?

Aún no tengo claro qué es peor, si convertirse en un recuerdo lejano para el ingenuo que aún se pregunta por qué eres un recuerdo, o de aquel que sí es consciente de lo que está ocurriendo. Un navajazo más de la escala de valores, un sonrisa tan aséptica como el aeropuerto que imagino, una despedida cordial con un choque de manos o un abrazo fugaz, una monótona voz de megafonía anunciando la inmediata salida del avión. Ambos somos conscientes de que sólo quedará un buen recuerdo por el tiempo compartido, puede que incluso nos engañemos pensando que si nos volvemos a cruzar todo será igual, pero no, la espada de Damocles del tiempo es inmutable, aunque se sujete por una escala de valores cambiante.

Durante todo este camino he visto miedo. Miedo a no seguir a la masa, miedo a haber tomado el tren equivocado, incluso miedo a no encontrar a nadie en el tren elegido. Todos ellos miedos asociados a la soledad. En mi caso –y supongo que en el de otros que andan vagando en este macro intercambiador-, el miedo no es por una soledad aceptada varias estaciones atrás tras innumerables trenes vacíos, el pánico atroz es no saber si estoy sentado en un tren o en el banco del andén.

Estaba cansada, con ese cansancio que es simple vacío…

Paolo Giordano. La soledad de los números primos.

 

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La deshumanización del TICK

Nos estamos deshumanizando a pasos agigantados, cambiando las normas de interactuación social y vulgarizándolas a extremos como que dos ticks de un color o de otro suponen un cambio de actitud a tomar.

¿Qué hay que sentir cuando vemos que el otro interlocutor nos deja en leído? Intento imaginarme la situación en una boda, en la que dos personas poco conocidas terminan una conversación rápida y, tras un incómodo silencio, ambos se miran sin saber qué decir, el concierto social les permitirá sonreírse y seguir con otros caminos. Cualquiera lo consideraríamos aceptable. ¿Pero qué pasa si el otro quiere seguir hablando? Las preguntas sin respuesta son cuchilladas al ego del que las formula, bromas que no merecen ni un mísero “jaja” o una chorrada de emoticono. Desprecio. En la boda, me daría la vuelta con una sonrisa de superioridad dejando al otro con la palabra en la boca. Sí, sería un simple gilipollas maleducado.

El desprecio es como la pérdida de la vergüenza, cuando creemos que hemos llegado a un límite, el ser humano adquiere la conciencia de que aún puede superarse; aquí nos encontramos con aquellos que ni siquiera se toman el tiempo de demostrar el desprecio, los que ni siquiera leen el mensaje. ¿Qué mueve a una persona para integrarse en esa aura de magnificencia, de divinidad confirmada a la que no podemos acceder el resto de mortales? En la boda, que ya casi estoy convirtiendo en mística, me imagino intentando hablar con alguien que, a mitad de la primera frase, se girase hacia la persona de al lado para iniciar otra conversación, o que simplemente mirase al vacío, que es más poético. Impresiona, como impresionante sería mi respuesta en la que bombardearía ese falso pedestal de divinidad. Pero semejante afrenta, en el universo tecnológico, queda diluida en el universo de inmediateces y naderías de su espíritu social.

Cuando tomaba mi primera cerveza en el cóctel del convite, unos ojos claros captaron mi atención, rompieron cualquier defensa de mi orgullo y se quedaron afianzados en lo más hondo de mi ser para tirar de mí hacia su poseedora, en un perfecto ejemplo de conexión inmediata y química de miradas. Después de unas breves conversaciones en las que el interés quedó manifiesto, no pude volver a acercarme, muchos otros acosaban aquella belleza. Sentí una tremenda frustración, pero aún prende en mí esa llama del interés, quiero conocer mucho más de aquella que es capaz de despertarme del letargo. Pero, ¿si hubiese usado un mensaje como acercamiento? Existen condicionantes a la interactuación inmediata, desde husos horarios a complicadas agendas, mensajes que se van dilatando en el tiempo porque el que tiene la pelota en su tejado quiere estar en el momento anímico perfecto para responder, para disfrutar de cada palabra usada, para pensar una buena respuesta. Ojos claros no podía responderme, probablemente ni me hubiese leído, provocando ira que junto a la frustración puede desencadenar una explosión realmente terminal. Algo tan puro como el interés entre dos personas puede saltar por los aires por no conocer esas nuevas normas tecnológicas.

En estas conversaciones eternas que tenemos con los móviles, un elemento fundamental es el tiempo. El tiempo incrementa el deseo, si queremos algo que sabemos que obtendremos y se dilata en el tiempo, las horas o días actúan como gasolina, como en aquellas cartas de amor que tardaban semanas en llegar. Esperanza, de eso va todo esto. ¿Cuándo perder la esperanza y pasar del ansía por una respuesta al dolor de un rechazo? No lo sé. Y quizás esta sea la única respuesta que realmente importa, así como la única que no quiero conocer. En este puto mundo deshumanizado sí quedan algunos baluartes que la tecnología no podrá quitarnos. La esperanza es uno de ellos. ¿Habrá respuesta? ¿Es el momento adecuado para intentar besarla? ¿Le gusto? Espero que ningún gurú de pacotilla intente dar respuesta a algo que aún nos hace hombres.

Habrá quien prime la accesibilidad de la tecnología, yo seguiré buscando esos ojos claros que me saquen de la inopia de la soledad a través de la química de una mirada, no de la electrónica de un teléfono.

«La vida, toda vida, por lo menos toda vida humana, es imposible sin ideal, o dicho de otra manera, el ideal es un órgano constituyente de la vida». José Ortega y Gasset.

 

 

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Te extraño

Ella sorbía distraídamente los últimos tragos del café, la cucharita le molestaba y le golpeaba la nariz. La chupó para que no cayese ninguna gota de café sobre el sofá, apuró de un último trago la taza y cambió de posición, subió ambos pies, uno de sus gruesos calcetines verdes se enredó con la manta blanca de Zara Home, algodón y grecas tribales, algo característico de su madre.

Cogió el móvil plantando el dedo gordo en mitad de la pantalla, desde que se le cayó haciendo senderismo en la sierra no se fía de sus reflejos, siempre ha sido un pelín torpe, nada grave, pero sí eran habituales en ella esos mínimos gestos que tanto enamoraron a Fermín. Quién se lo iba a decir después del infierno que le hizo pasar Guadalupe y su séquito en el colegio, era el pato mareado, la que nunca destacaba en deporte, la torpe; pues así fue como comenzó todo con él, un tacón  traicionero, una súbita caída bajando de aquella acera que parecía el Everest, un tobillo con una torcedura y una mano fuerte, una sonrisa y un súbito impacto en su instinto al ver el fondo de sus ojos.

Sonrió, no podía evitarlo cada vez que pensaba en él. Te extraño, le puso en Whatsapp. Sin vericuetos del lenguaje, sin emoticonos, sin ninguna artificialidad, simplemente lo que le salía en ese momento del corazón.

Se reclinó sobre el alto respaldo del sofá. Tenía las manos frías y no conseguía entrar en calor, le costaba pasar las hojas del grueso libro que tenía en el regazo, añoraba una manta de algodón blanco que siempre tenía en el apoyabrazos. No era suya sino de María, ahora las guardaba ausencia a ambas. Se frotó las manos. No era una sensación, hacía verdadero frío en su casa.

Ya se lo dijo su madre cuando la visitaron en aquella Navidad: la chica te está ablandando. Ahora percibía el frío, no como ella, siempre abrigada, pertrechada con calcetines de gruesa lana y su sempiterna manta de Zara Home. Se quedó embobado mirando su última novela, no se concentraba lo suficiente como para poder trabajar, igual que cuando ella se empeñaba en abrazarle y no soltarle, cuando le ponía la manta por las piernas y subía el volumen de la tele. Era imposible trabajar, pero sin embargo eran unos instantes de felicidad que no ha recuperado. Sonrió al recordar cómo resbalaba esa gota de saliva de la comisura de sus labios cuando se quedaba profundamente dormida, lo que solía ocurrir a los pocos minutos de subir el volumen de la televisión y de dejar el mando a distancia en un lugar al que no podía llegar sin despertarla.

Buscó el teléfono entre los cojines y papeles que tenía alrededor, escribió: Te extraño. Era parco, como siempre lo había sido, castellano, serio pero leal, si decía algo era porque lo pensaba realmente. Estaba vacío, y su caparazón rugoso, rígido y áspero en ocasiones, sólo podía rellenarlo María.

A las pocas horas quedaron en la puerta de la tienda en la calle Serrano, muchos recuerdos afloraron entre las estanterías de velas perfumadas y trastos de decoración, pero sólo uno salió de la tienda en aquella bolsa que enganchó María con su cinturón mientras se le caía un estuche de maquillaje: una manta blanca, tan cálida y luminosa como la esperanza.

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La adaptabilidad de un guisante

La sociedad nos enseña a despreciar lo pequeño, desde asociarlo a algo que todavía no se ha formado del todo a, incluso, restarle importancia con términos como minimizar, empequeñecer o reducir. Pero la experiencia me enseña algo diferente, la suma de pequeñas unidades es lo que crea un gran hito.

Por supuesto que no todas las pequeñas cosas tienen la misma importancia, pero quiero centrarme en los guisantes, esas nimiedades que por sí solas son capaces de cambiar por completo la marcha de una idea, una relación, un trabajo o incluso una vida.

Usando la alegoría de Andersen en su cuento la Princesa y el guisante, me surgen muchas dudas sobre lo que realmente haría ante ese guisante.

Podría no darme cuenta de la pequeña incomodidad que supone un guisante entre los colchones, despertar al día siguiente como si nada hubiese pasado. Sería entonces un burro de carga con las viseras que me permiten ver una parte de la realidad, usando a Ritcher solo sentiría problemas por encima del ocho, y puede que ni siquiera eso. Tendría la misma empatía que un adoquín, sería por tanto alguien manipulable fácilmente, dócil ante una cadena de mando. No sería la princesa de Andersen y ni mucho menos un buen aliado o pareja, pero sin duda sería un gran soldado, un ejecutor.

Puede que sí descubriese ese guisante, bajase de la cama y lo tirase a la basura sin plantearme nada más. Sería entonces alguien operativo, un perfecto mando intermedio que ante cualquier situación inesperada sería capaz de seguir unas prerrogativas internas previamente programadas por una educación o una vida. Las cosas pequeñas se solucionan y se sigue hacia adelante. Probablemente sería medianamente feliz por el beneplácito de la resolución de un conflicto, pero no tendría la capacidad de entender el porqué estaba el guisante ahí. Si el día de mañana en vez de un guisante es una alubia, actuaría exactamente igual sin plantearme si estoy ante la misma situación o es una realidad diferente.

Puede que descubriese el guisante pero decidiese que bajar a encontrarlo supone demasiado esfuerzo. Me convertiría entonces en un seguidor de la adaptabilidad del guisante, capaz de relativizar cualquier problema, minimizarlo aún más y continuar adelante. ¿Un guisante? ¿Perder mi tiempo por algo tan pequeño y absurdo? Pero un guisante pronto son dos, y en esa continua escalada de adaptabilidad llega, antes o después, el punto de inflexión; aquel experto en relaciones de pareja estará divorciado, el que justificaba cualquier decisión de la empresa, despedido. No todos los problemas son guisantes ni todos los hechos tan pequeños carecen de importancia.

Finalmente puede que percibiese el guisante y me preguntase qué hace el guisante ahí. Decidiría quitar o no el guisante dependiendo de la idea que valide, si se trata de una trampa de la astuta reina o un hecho casual. Realmente no importa demasiado la decisión que se tome, ése es otro cuento, lo relevante es que habré tomado una decisión lógica en base a hechos presentes, a experiencias pasadas y a hipótesis futuras. Si al día siguiente hay una alubia descubriré el patrón y tendré esta pequeña ventaja respecto a la madre y al príncipe. Este tipo de persona es la destinada a liderar la empresa que sea, sea de índole profesional o personal. En manos de ese líder quedará el adjetivo que añadiremos después, si chantajeará a la reina por su manipulación, si huirá del castillo o si se casará con el príncipe, en manos de cada uno queda juzgarlo.

Un guisante, algo tan pequeño que apenas distinguimos su sabor en un guiso, y sin embargo algo a lo que cada uno de nosotros damos la importancia que queremos. Desde que entendí lo que el cuento de Andersen significaba para mí, intento no relativizar los hechos de los demás basándome en mi experiencia, el margen de error es demasiado amplio. Sí, un guisante puede parecer pequeño, pero a mí me ha valido para este relato, y puede que a ti para tener una idea, ¿Se atreve alguien a minimizar la importancia de un guisante?

«Es un gran hombre el que hace que cada hombre se sienta pequeño. Pero, realmente, el único gran hombre es el que hace que cada hombre se sienta grande».

Gilbert Keith Chesterton.

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Ausencias

Me da grima el sonido del vacío, ese sonoro y quejoso grito cuando se llena su espacio legítimo con el molesto aire que nada lleva. Esa sensación incómoda ha ido mutando hacia algo más profundo, hacia un sentimiento que solo puedo señalar como ausencia. Infravaloramos el vacío, la nada, pero no puedo estar de acuerdo, puesto que el concepto personal de vacío no es un vacío real, es una ausencia.

Ya sea por pequeñas nimiedades, por gestos que una vez vimos en un desconocido, quizás esa sensación de paz que nos invadió después de aceptar una decepción y ver los ojos de aquel desconocido que sólo mostraban empatía, ese pequeño gesto se convierte en un recuerdo, una ausencia que no notaremos hasta la próxima vez que sintamos algo parecido, entonces seremos conscientes de que nunca se fue y que sigue igual de vivo que siempre, es entonces cuando sentiremos la ausencia de aquella sensación.

A veces, esa ausencia se refiere a hechos continuados; como aquel viaje en el que simplemente salió todo perfecto, tanto la compañía conocida como la nueva que nos acompañó durante aquel periplo de sol, experiencias, ron y amistades. Como el humo de un buen cigarro que atrapa una estancia permanecerá vivo ese recuerdo, latente en un estado de vacío, imperecedero y ramificándose en nuevos amigos, nuevos viajes o nuevas experiencias. Las buenas energías se reproducen más que un virus y son capaces de alumbrar por sí mismas caminos hasta entonces ignotos. Esa explosión de simple buen rollo estará siempre latente para recordarnos en cada situación parecida lo realmente grande que puede ser la vida.

Y finalmente puede que esa ausencia signifique mucho más, que signifique una vida entera. Algo tan potente sólo puede tener el nombre de un puñado de personas, de aquellos con los que simplemente quieres vivir y morir, los compañeros que elegimos para el único viaje del que no se retorna. Puede que se ausenten durante un tiempo, siempre demasiado largo, que no estén cerca y que incluso haya océanos por el medio; poco importa, el vacío que dejan en ti es el mérito por una amistad real, una ausencia que se debe llorar, un honor merecido que no disminuye. Esas sensaciones no son sustituibles, tienen un nombre propio, una ausencia que sólo se puede llenar cuando esa persona vuelve a estar a tu lado, aunque sea un fin de semana en el que hay más alcohol que palabras. Ausencias así, tan poderosas que hasta palabras como amor o amistad se pueden quedar cortas, tienen la habilidad única de ir creciendo con el tiempo hasta generar incluso asfixia, pero una vez que se ve a aquella persona, que se recibe su abrazo, es entonces cuando la emotividad nos invade y podemos sentir esa explosión de felicidad que durará incluso días. No, sin duda ese vacío perdido no me da grima.

«No vivas para que tu presencia se note, sino para que tu ausencia se sienta».

Bob Marley.

Imagen: Door1. Cedida por el autor: Abzurdo. Podéis encontrar más dibujos sugerentes en su blog, tenéis el enlace en mi blogroll.

 

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Metamorfosis del miedo

La vena de la sien se inflamó como una manguera por la que recorre el agua a su máxima velocidad, la cara se enrojeció y la garganta se expandió para que pudiese vomitar aquel torrente de imbecilidades. Un mísero comentario fue suficiente para derribar todos sus muros de falsa seguridad y encontrar a esa niña temblorosa que solo busca el abrazo de papá. Ante el miedo atroz a verse expuesta surgió la ira, y con ella los argumentos vacíos, los gritos y la estupidez.

Me esforcé por escucharla, pero sólo era capaz de oír los rebuznos y de darme cuenta de cómo esas manos tan femeninas se convertían en pezuñas. Lanzó varias coces en el proceso, algunas me alcanzaron y otras no, pero decidí marcharme en busca de humanidad. El miedo provocado por la ignorancia rebuznó una última vez ante mi huída.

Pocos días después coincidí en una fiesta con uno de los amantes de la técnica del escalón, esos que siempre deben quedar un peldaño por encima. Éramos tres: El superhombre, yo, y una mujer algo insulsa a la que todavía no había cogido el punto. Estaba aburrido de la acumulación de hazañas, por lo que decidí usar esa misma técnica con él. Si había viajado a un sitio, yo también lo había hecho pero durante más tiempo y viviendo situaciones más extrañas; siempre un paso más.

Dejó la cerveza y se dedicó a los cacahuetes, a vociferar, a golpear su pecho con más fuerza ante cada hazaña. Él veía una lucha de egos, yo sin embargo veía cómo sus pies parecían manos, cómo le salía cada vez más pelo en los brazos y cómo su actitud le iba convirtiendo en un gorila. En un arrebato de éxtasis se golpeó el pecho igual que Tarzán, gritando al mundo su masculinidad. El gorila veía una victoria sobre mi hombría, pero yo veía a aquel niño asustado en el colegio, ese que no conseguía destacar en nada y se inventaba historias inverosímiles.

Abandoné al gorila, no me interesaba nada aquel grito desesperado por miedo a la normalidad. Mientras me alejaba noté como la mujer me seguía. Anduvo al mismo tiempo que yo, cuando nos paramos a hablar asintió ante cada palabra que dije, aunque fuesen argumentos distintos. Siempre dispuesta, siempre cabeceando afirmativamente, siempre con la misma opinión que yo. Le enseñé algún argumento más mientras sus brazos se llenaron de plumas y su voz repetía mis palabras una y otra vez como un loro. El miedo a no socializarse y no emitir argumento alguno en contra es la técnica del loro, del que carece de personalidad en individual, o del borrego si hablamos de una manada política que agita banderas tras un atril.

El miedo nos embrutece, nos arranca la racionalidad transformándonos en pusilánimes animales. Soy incapaz de encontrarme con un ser humano, con sus miedos y su afán por superarlos, sólo encuentro miedos y escudos en forma de metamorfosis animal. La mujer que se ha estirado tanto por el miedo a lo que dirán de ella y que se ha convertido en un bicho palo. Los que tienen tanto miedo al cambio que se juntan en manadas para protegerse y siguen cruzando por aquel río infestado de cocodrilos. Los que prefieren cloquear y alimentarse del grano que les dan en vez de buscar su propio camino. Hay tantos que no puedo cerrar el artículo mencionándolos a todos. Quizás debamos aprender a interactuar con ellos, convirtiéndolos en los afables animalitos de La brújula dorada; quizás debamos ignorarlos y seguir pensando que la razón y la verdad impulsan nuestros actos.

«El que teme sufrir, sufre de temor.»

Anónimo.

romuloyremo

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Un día diferente

-Una vez en la vida.

Fernando siempre ha  creído en la singularidad de los actos. Una vez. No más. No hay segundas oportunidades, vendrán otras, por supuesto, pero no serán exactamente iguales; podrán ser mejores o peores, pero no iguales.

-Una vez en la vida –se repitió frente al espejo.

Como cada mañana, se afeitó de izquierda a derecha, de arriba  a abajo y luego a contrapelo. Crema de manos y raya de lado. Los calzoncillos del cajón de la cómoda y los calcetines del armarito vecino. Unos tejanos y una camisa a cuadros. Consultó su reloj. Las nueve y media. Media hora de ducha y aseo cada mañana durante toda su vida. Nada variaba. Los fanáticos de la singularidad no pierden el tiempo con la monotonía de la rutina.

Veinte minutos de metro hasta la estación de Callao, leyendo el periódico gratuito. Política, visto. Deportes, leído. Sucesos, desmigado. Anuncios, evitables. Tarot, a lo único que prestaba atención real era a la predicción diaria. “Escorpio, hoy vas a tener un día diferente”.

Salida del metro, cinco minutos andando, cafe latte de Starbucks, ascensor, tercer piso, silla de oficina, mesa, ordenador e introducir contraseña. Consultó su reloj, once de la mañana. Tenía el artículo terminado y lo envió a su redactor. Tedio finiquitado, ya podía ser verdaderamente él. Sacó unas tarjetas del primer cajón a la mano derecha. Sólo tenían grabado su nombre: “Fernando Colomer García” y una profesión, crítico de arte.

Salió de nuevo a la calle. No tenía un destino fijo, por lo que se dedicó a pasear por el centro. Crítico de arte, lo cierto es que no le gustaba su apelativo, se consideraba más bien un buscador de sentimientos. Ningún sentimiento podía ser vivido con la misma intensidad ni de la misma forma dos veces. Estaba convencido de ello, por eso había dedicado su vida a escribir sus aventuras, a buscar esa forma de expresión, ese sentimiento inigualable que convirtiese al resto de sentimientos en tedio, en rutina, en algo prescindible.

Conocía la tristeza, la pasión, el desamparo, el amor, incluso la asfixia emocional. Mucho había vivido, y con él, nada verdaderamente relevante se convertía en indiferente. Convirtió su inquietud en su carrera. Su día a día era una búsqueda de la individualidad, de la inmortalidad de lo único mientras deambulaba por una soledad que no llenaba, pues pocos compartían un camino tan quijotesco.

En su paseo hubo vinos, tapas, música de calle e incluso una discusión de teología en el parque de El Retiro. Todo bueno pero nada único. Pocas horas después se dejó caer por El Garito, la exposición de un artista inquieto, de un pintor de la palabra, de un poeta del óleo, de alguien que, al fin y al cabo, se dedicaba a buscar su propia esencia en la historia de una pintura que amaba como a una amante en una noche de invierno, profunda, íntimamente bajo una manta que sólo les pertenece a ellos y con todo el tiempo para gozar el uno del otro. El tiempo pasó, Fernando estaba embelesado por aquella oratoria explicativa, por aquel afán de intentar que todos los profanos que estábamos allí, nos adentrásemos en aquel universo, esta vez sí, único.

No fue la profunda voz del artista la que consiguió que Fernando se agitase y perdiese el habla. Hubo una mirada. Una mirada esmerilada que se alzaba coqueta sobre el humo de tabaco. Su voz, apenas un susurro el aquel eco de algarabía, llegó nítida a sus oídos. Preguntaba por una pincelada. Una única pincelada en aquella orgía de linaza y pigmento, de impresiones, de explicaciones, de color, de vida. Estaba interesada en aquella única pincelada que rompía la monotonía de aquel lienzo acrílico. Buscaba el grano de arena en la playa, la gota de agua en el mar. Ella era la unidad, lo único, lo especial, lo inigualable.

Fernando obvió el impulso carnal instantáneo que provocaron aquellos ojos inquietos, aquella melena rubia, aquel escote desbrozado y la imagen de aquel seno incipiente que llamaba a gritos a su sexualidad. No, algo tan único no puede ser pervertido de aquella manera. Estaba paralizado, su universo de recursos imposibles estaba reducido a la nada. Bastó con aquella mirada para que sintiese como ella le penetraba el alma, como le mordía el corazón a dentelladas.

La abordó o fue abordado, realmente no importa. Eran dos polos destinados al encuentro. Dos unidades que formaban su propia unidad, un mismo sentido del humor, una complicidad inalcanzable. El tiempo voló en aquella atmósfera de intimidad, las palabras desnudaron historias jamás reveladas, aquellos susurros de secreto fueron probablemente la experiencia más profunda que habían tenido cualquiera de los dos. No hicieron falta los besos o la pasión para cerrar aquel trato de incipiente armonía, de amor mechado, sólo entrelazaron sus dedos índice y corazón por debajo de la mesa mientras compartían una última confidencia y su número de teléfono.

Elena, se llamaba Elena.

Se marchó, sintiendo un desapego bárbaro, como la pérdida de un órgano. Fernando tuvo que acudir a otra exposición embelesado por la fragancia de aquel recuerdo. Se le hizo tarde, pero antes de acostarse envió unas palabras de sinceridad a Elena.

-Una vez en la vida –se dijo medio dormido.

Por primera vez en su vida durmió a pierna suelta, o al menos fue la única vez que él recordase. Sin preocupaciones y con la sensación de que por fin había encontrado el sentimiento que buscaba. Lo único estaba al alcance de su mano.

Cambió su rutina, fue a la cocina a por un café mientras aún se desperezaba, quizás quitarse todos aquellos rituales fuese una buena idea. AL fin y al cabo sólo había conocido a Elena cuando se libró del tedio. ¿Se habrían conocido si no hubiese ido a el Retiro?, ¿Si no hubiese decidido esa misma tarde aceptar por fin la invitación de aquel artista? No, lo cierto es que había sido aquella colisión de casualidades, de improvisaciones a cada cual más única la que le había llevado a su verdadera unidad, Elena. Sonrió, la vida tenía sentido.

Se abrió la puerta de su compañero de piso, Gustavo, un extremeño que vivía su día a día sin pensar en más que en la satisfacción del instinto primario. Si tenía hambre comía, si quería dinero trabajaba, bebía cuando quería y follaba cuando su cuerpo se lo pedía. Alguien al que no le gustaba la complejidad pero que tenía un oído único para sus penas. Por fin iba a recibir una alegría.

Con su sonrisa más franca fue hacia aquella puerta, de la que asomó una herida abierta, una historia truncada, una esperanza perdida cuyo nombre no podía ser otro que Elena.

Pasó de largo y fue al baño. Se afeitó de izquierda a derecha, de arriba abajo y luego a contrapelo. Consultó su reloj. Las nueve y media.

Veinte minutos más tarde estaba en la estación de Callao, leyendo el periódico gratuito. Recibió un mensaje al móvil, en la pantalla sólo se leía: lo siento.

Tuvo razón su tarot, fue un día diferente.

dibujo

Imagen cedida por el autor:

  • Rodrigo DB Cores PHOTO.
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El niño de la calle Baker

El vaho se acumulaba sobre el cristal con la expansión y contracción regular de una respiración ansiosa. Allí estaba, el niño de la calle Baker, situado frente al mostrador de la conocida pastelería. Ante sus ojos tenía los más dulces moscovitas que jamás hubiera probado. La explosión de sabores de caramelo y chocolate le produjo una sensación inmediata de felicidad, de ansia, de conocimiento sobre los designios de su futuro. No olvidaría jamás aquel seis de enero en que su abuela le regaló un moscovita. Fue en aquel preciso instante de deleite en que se dio cuenta de que aquel era su designio divino, había nacido para comer moscovitas.

El destino es cruel, y cuando se fue la abuela llegó una madre que no creía en el dulce. Para sentirse más cerca de su sueño, el niño de la calle Baker se pasaba horas mirando aquel escaparate lleno de exuberantes bandejas de moscovitas. No aceptó jamás un regalo que vulnerase la disposición de su madre, pero no se iba de aquel mostrador, se mantenía estoico en la puerta de la pastelería.

Un día, su madre, con motivo de su dieciocho cumpleaños decidió levantar el veto al dulce. Cuando salió de su casa camino de la pastelería creó un revuelo en la calle Baker, todos querían estar presentes el día en que, por fin, el niño pudiese comerse un moscovita. Le habían visto madurar alrededor de aquella esperanza tan simple como barata, pero a la vez tan lejana. Cada paso que daba le acercaba a un destino que era suyo, a un sueño que le había marcado una vida. Se situó solemne frente a la puerta del negocio.

El silencio de un barrio que le quería y respetaba por su estoicismo fue el eco que le evadió de su profundo ensimismamiento. Abrió por primera vez en su vida la puerta de cristal tintado de aquel paraíso, aspiró en un instante el olor de todos aquellos dulces que llevaban esperándole literalmente toda su vida.

Entonces se dio la vuelta y se marchó. No fue a su casa, se fue lejos, tan lejos que nadie sabe realmente dónde está. Los rumores disparaban hacia cualquier loca teoría, pero en lo que todos estaban de acuerdo es que aquella pastelería jamás habría cerrado si aquel niño siguiese esperando en aquella puerta a un sueño que no era realmente suyo.

«Por todas partes el hombre mismo es el estorbo peor para su destino de hombre.»

Luis Cernuda.

ice-creams

Imagen: Ice-Creams. Cedida por el autor: Abzurdo. Podéis encontrar más dibujos sugerentes en su blog, tenéis el enlace en mi blogroll.

 

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El último eslabón

Que te den por el culo, cabrón. La frase se repetía una y otra vez en su cabeza mientras recibía la enésima charla sobre lo bien que trabajaban el resto de compañeros, la confianza perdida y la no tan velada amenaza de despido. No era la primera vez que recibía la misma reprimenda, solía intentar evadirse, obviar los gritos y las miradas de empatía del resto de la oficina hasta que llegaba al baño y se permitía unas pocas lágrimas de frustración. Hoy no quería llorar.

El discurso era siempre el mismo, los mismos tacos, las mismas palabras rimbombantes como confianza, éxito, futuro, incluso los mismos escupitajos al pronunciar la palabra virtud. Seguramente estuviese empalmado al ejercer esa demostración de un poder que sólo emana del cargo que aparece junto a una tarjeta de cartulina. Si en su liderazgo hubiese una pizca de humanidad y no sólo terror, generaría algo de pena; tuvo que pasarlo mal en el colegio con ese cuerpo tan endeble y pequeño, con la falta de carácter, con la falta de talento. Es probable que precisamente esa falta de virtudes le hayan llevado donde está, atado con correa de oro a la silla de otro jefe igual. La mierda cae en cascada.

La vena de la sien estaba algo más hinchada que de costumbre, las fiestas navideñas peligraban, no para el jefe, evidentemente, sino para él. Ahogó el llanto, como tantas veces, cuando recordaba las caras de todos aquellos a los que había renunciado, los amores juveniles que demandaban un tiempo que no tenía, los amigos que ya ni le avisaban entre semana y le habían relegado a espectáculo de fin de semana, a una familia impregnada de amor pero de la que ya no sabía por dónde respiraba. Pensó en aquella primera vez, en esa pregunta inocente de si podía quedarse excepcionalmente unas horas más en el trabajo para terminar algo que tenía que estar listo al día siguiente. Pero siempre hay algo que terminar, la rueda no puede parar y el sacrificio es siempre el mismo: el tiempo; en concreto el tiempo del que está más abajo. Cuando las jornadas pasaron de las doce horas y los fines de semana de descanso se convirtieron en un agradable recuerdo pensó en dimitir, pero siempre había una promesa, una ventana abierta, algo de esperanza.

La bronca estaba llegando a su fin, era el turno de las frases de guión barato: última oportunidad y otras lindezas dignas de la publicidad de Goebbels. Es importante infundir miedo. Después de las lindezas uno esperaría una caja de cartón vacía, un día lluvioso y un despido triste. Pero no. Ésa es la magia de la rueda, nunca debe cumplirse la promesa del todo, ni para lo bueno ni para lo malo. Al día siguiente tendría sobre su mesa otro tema urgente, otro tema que sólo se puede resolver con su pericia, otro tema fundamental para la empresa. Nunca un reconocimiento para no alimentar la esperanza ni hacer demasiada sangre para desmotivar al trabajador, esclavitud del siglo XXI.

Mientras pensaba en ese miedo patológico al látigo, llamado despido en la educada sociedad occidental, pudo por primera vez ver esa cuerda que ataba el cuello de su jefe al superior, y así sucesivamente hasta una jerarquía desconocida y deshumanizada. Fue entonces cuando brotó la sonrisa, esa sonrisa cínica al comprender la brutalidad de aquel sarcasmo: ningún sacrificio que hiciese para esa empresa tendría consecuencia alguna. La esperanza murió en el preciso momento en el que sonreía y se marchaba, dejando a su jefe con un último insulto en la boca mientras recogió sus pertenencias, que se limitaba a un abrigo, y salió a la calle a disfrutar del soleado día y de la verdad descubierta.

No tardó en recibir la llamada del jefe de un jefe, de otro jefe de algún superjefe, la rueda siempre tiene cargos vacíos de contenido pero llenos de ego y dinero. Multiplicar el salario y la promesa de que las cosas cambiarían fue la oferta de un sistema que necesita que en la cúspide de su pirámide invertida haya alguien indestructible, ya sea por estupidez o por dinero. No, fue la respuesta mientras se repetía: “Que te den por culo, cabrón”.

«Cuando uno se halla habituado a una dulce monotonía, ya nuca, ni por una sola vez, apetece ningún género de distracciones, con el fin de no llegar a descubrir que se aburre todos los días».

Anne Louis Germaine Necker.

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Imagen: Suits. Cedida por el autor: Abzurdo. Podéis encontrar más dibujos sugerentes en su blog, tenéis el enlace en mi blogroll.

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El naufragio de Martina

Quizás nació demasiado pronto, o demasiado tarde, pero lo cierto es que nació como cualquier otro, rollizo, mocoso y de lágrima fácil. Era un bebé entre tantos. Jugar, jugaba, pero siempre sola. El asombro de los padres chocaba con la voz pausada del terapeuta. Es normal, decía. Ya hará amigos. No se equivocaba.

Era una niña normal, ya fuese por voluntad o por creencia paternal. Siempre correcta, siempre perfecta, aprendió pronto la diferencia entre el bien y el mal. Fue sutil con sus palabras y fina en su trato, nunca le fue difícil ganarse cierta popularidad.

Una carrera, un puesto de trabajo, una pareja y un gran grupo de amigos; una vida modélica, algo que envidiar.

Desconozco el motivo del cambio, pero un día Martina decidió ser simplemente Martina. Expresaba opiniones, lanzaba ideas y le decía al mundo como era. Pero el mundo no la escuchó; sí lo hizo su entorno, alejándose dos pasos cuando decía quién era y acercándose uno cuando recordaba a esa chica que un día fingió ser, o que fue, al menos en parte. No tardaron en estar demasiado lejos como para oírla gritar.

Como un fósforo que no encuentra la lija que le ayude a arder, Martina buscó sin remedio alguien que le pudiese entender. Era una pregunta sin respuesta, un humor sin su risa, un alma confundida, un corazón sin esperanza.

Le costó entenderlo, pero es que no era una solución fácil. Usó las redes sociales en busca de una ayuda desesperada, pero de los cientos de comentarios que recibía ninguno de ellos hablaba del llanto inherente a esa publicación, eran oídos sordos a un sonido cargado de frustración. Le costó entenderlo, pero su voz solo la escuchaba ella.

La soledad impuesta la consumió, pero prendió aportando una luz que seguimos sin entender. Quizás nació demasiado pronto, o demasiado tarde, pero como hipócritas lloramos algo que no vimos, que no entendimos y que quizás solo llegamos a querer precisamente por ignorancia, porque su unidad nos recordaba que nosotros sí estábamos integrados en una sociedad que tampoco nos entiende, pero no tenemos valor para decirlo. Martina fue un símbolo de una libertad que jamás nos atreveremos a experimentar.

Denunciamos sus desnudos en facebook, fiscalizamos su comportamiento desde nuestro prisma de opresión y nos permitimos el lujo de comentar sobre algo que no entendíamos. Ejercimos de guillotina, pero aún podemos dar lecciones de moral a aquel que ose escucharnos.

Dejamos que Martina naufragase, que su genialidad e individualidad fuese un homenaje póstumo. Ya tenemos nuestro Titanic, el símbolo está creado. Es hora de ensalzarlo o escupirlo según vengan los vientos, según nos exija esta sociedad que entre todos hemos creado.

«La soledad es una verdadera amiga, nunca me ha dejado, aun cuando yo trato de alejarme de ella, siempre está conmigo».

Anónimo.

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Imagen: Ahogada, de Jakub Schikaneder.

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El hogar de un gallego y dos narradores

Hace unos días, mientras limpiaba el trastero de mi abuelo, me encontré con unos folletines verdaderamente antiguos. Aquí os dejo la historia principal del ejemplar del primero de mayo de mil novecientos veinte. Su título es: El hogar de un gallego y dos narradores, no tiene autor salvo los pequeños arreglos que he hecho para actualizarlo a nuestra época. Perdonad mi injerencia.

«Cerró el portátil, ese Samsung que le había regalado su madre cuando las pantallas aún parecían pequeños televisores, y lo lanzó con desprecio al otro lado del sofá. Cuatro horas perdidas, usadas para adquirir una frustración, y todo por una palabra, una simple palabra para la que no encontraba una definición satisfactoria.

Un vecino ruidoso le sacó de su ensimismamiento, un estado que siempre había aborrecido pero al que recurría cada vez con más frecuencia. Aquel estado de aparente muerte cerebral era el último grito desesperado de un cerebro que se negaba a abandonar aquella última defensa antes de…, no sabía antes de qué, de la locura probablemente.

Esa palabra, esa… sonrió. Realmente no conocía una frase lo suficientemente malsonante como para expresar toda esa frustración, el odio hacia todos y hacia sí mismo. Esa palabra que todo abarcaba, que le había perseguido sin descanso desde que abandonara su Galicia natal con unos espléndidos veintidós años.

Rememoró apenas un instante uno de tantos recuerdos felices.

-Mi hogar… -mientras expulsaba aquella maldita palabra como una purulenta enfermedad que infectaba su ánimo, reprimió una única lágrima. No podía abrir una vez más esa compuerta que, en vez de un bálsamo, suponía una marea que horadaba su sonrisa hasta convertirla con un cincel de tristeza en una Costa da morte.

¿Qué suponía para él el hogar? En un principio nada. Eran cuatro paredes ficticias, o más bien una ciudad pequeña en la que no encontraban cabida unas ganas desmesuradas por descubrir. Era capaz de apreciar la empatía familiar como un caldo en un día de lluvia, algo imprescindible que siempre tendría consigo, pero insuficiente para saciar su apetito de nuevos horizontes.

Fue ahí cuando empezó una cuesta abajo, o quizás sea cuesta arriba, que no era capaz de explicar, una ansiedad constante, una desubicación como las hojas del roble, que pueden ser caducas tardías o perennes, pero que siempre las recordaría como las vigías del serpenteante camino de tierra que llevaba a su casa.

Partió un soleado día de septiembre, quizás como metáfora de que lo que le esperaba no era lo habitual. En su búsqueda fue capaz de encontrar bastiones seguros con los que rápidamente fraguó amistad, le recordaban a una formación conocida, a una fragua mil veces utilizada y alrededor de la cual sólo se sentaban los que tenían capacidad de herirle, pero que no lo harían nunca. Remontándonos a Gallaecia, aquella fragua era el auténtico lar de su hogar; y en el exilio la fragua se convirtió en una barbacoa, un sucedáneo tan insuficiente como la sacarina para endulzar su, a estas alturas, maltrecho espíritu.

Si un hogar no eran cuatro paredes y tampoco encontrar las personas con las que gastar una vida, ¿Dónde residía entonces su definición? Continuó con una búsqueda que ya no se saciaba con la meta, sino con la búsqueda en sí. Se abalanzó voraz, ansioso hacia una respuesta que llenase ese vacío inexplicable que sentía. Las amistades ya no valían en esta nueva etapa en la que caía sumiéndose en una introspección sombría. Ninguna mente ágil queda satisfecha en esa aparente felicidad sin respuesta. No le valía nada, y el único sitio en el que encontraba refugio era su mente. Así, buscando una ayuda que sabía que no llegaría, cogió su ordenador, ese Samsung que le había regalado su madre cuando…

Lamentablemente no existe un narrador que tenga todas las respuestas, o puede que exista uno que no quiere darlas. No sé qué hará aquel tenaz gallego, que por diferente inició su camino en Santiago, empezando allí la peregrinación hacia una idea, una palabra que le obsesionaba.

¿Encontrará su hogar? Quiero creer que sí, que esta vida no es una búsqueda constante de una quimera en la que aquellos que tienen esa inquietud sólo sirven para desbrozar el camino a los demás, una simple evolución de una idea que los que nos siguen tendrán por aprendida. ¡No! Existe esa respuesta, de eso puedo estar seguro. Lo que no sé es si la respuesta se encuentra al final de esa ruta introspectiva, o si por el contrario hay una nueva etapa aún desconocida.

Me siento como un viejo león que intenta dar sus últimos consejos antes de que le obliguen a abandonar la manada para pelear con otros más jóvenes por un hogar, o que simplemente morirá solo, ensimismado en un mundo que no existe y obsesionado por una búsqueda que no termina nunca. No, no quiero creer que el mundo es tan triste para aquel gallego o para mí».

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Del Nobel, Dylan y esas cosas.

Poco a poco nos adentramos en esa habitación con ventana cerrada, de luz plomiza y cargado olor a enfermedad. En la cama yace moribundo Nobel, rodeado por los herederos de la mercantilización banal, a un lado el capital, a otro la comunicación, y finalmente presidiendo el sepelio esa sombra de opresión, de muerte, de poder ilimitado que todo corrompe. El premio Nobel ha muerto, rodeado de sus propias sospechas y con la banda sonora una canción de Dylan, poco importa cuál sea.

Resulta incomprensible que una institución que se dedica a premiar los hechos extraordinarios de vidas dedicadas a un sueño, una ilusión o un arte, sean incapaces de medir las consecuencias destructivas de sus propias acciones. Se terminó el sueño.

El premio Nobel era quizás la marca indeleble de un ideal, una meta a la que aspirábamos todos aquellos que conocemos la soledad de la investigación o la creación. Era el bálsamo, el paraíso, el reconocimiento definitivo. Nunca estuvieron todos los que lo merecieron y por supuesto que algún mérito se podría cuestionar, pero el verdadero valor del Nobel permanecía impertérrito, y no era otro que acercar el valor de las élites intelectuales a los profanos que las desconocemos.

Todos hemos sentido el orgullo patrio que supone el Nobel, pero fuera de las zarandajas nacionales, después del quién venía el por qué, ahí joder, ahí estaba el valor del Nobel; en que alguien que nada conoce de química, se preguntase por qué el premiado de turno era tan importante. El valor del Nobel siempre estuvo en la transmisión del conocimiento.

Hemos sufrido durante años la democratización absurda de la valía, un reparto equitativo de los honores que como hijos de familia numerosa hemos aceptado, el Nobel no perdía ahí su valor; pero la elección de Dylan ha dinamitado todo resto de honorabilidad que le quedaba al premio, Nobel ha cedido al chantaje de sus herederos.

Y sí, yo soy de los que creo que Dylan puede merecer el premio porque la literatura no se limita a la expresión escrita y él es un trovador y un virtuoso de la palabra…, o no. Esto no debería ser más que un debate entre géneros, escuelas o tendencias, pero precisamente esa instrumentalización de Dylan, esa búsqueda absurda de mayor comunicación, de relevancia y a la postre, de vulgar dinero es la que invalida cualquier discusión en torno al Nobel.

Han usado a Dylan rebajándole a su mono de feria y de paso han anegado de sospechas todas las elecciones pasadas y futuras de los premios Nobel. ¿Será el prestigio de un profesorado premiado un aliciente para la inteligencia del alumnado?,  ¿O será un simple cartel de neón para atraer el dinero de las élites económicas? Sin certezas no hay hechos ni verdad, y sin ellos, no hay Nobel.

«La pregunta más importante acerca de un trabajo no es: ¿qué estoy consiguiendo?, sino: ¿en qué me estoy convirtiendo?» 

Jim Rohn

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¡Esto no es vida!

Hace mucho que no escribo, pretendía volver sigilosamente como una marea que repta por la asolada arena llevando la vida a los pies del adormilado turista, pero no puedo. No es mi primer intento, pero sí será el último, llevo dos meses con una idea que necesito escupir, compartir para que no muera conmigo.

Hace meses conocí a un alto directivo de mi empresa que ya vislumbraba una dorada jubilación. Sólo compartimos una cerveza y unos minutos de su tiempo, pero fue suficiente para que casi creyera lo que me decía. Había trabajado mucho durante su vida, llegando incluso a perderse prácticamente la totalidad de la infancia de sus hijos. Se sentía orgulloso de su esfuerzo pero no podía evitar que su voz grave reverberara al hablar de su familia, consideraba un error su ausencia, error que iba a solucionar dedicándose por entero a sus nietas y a la pesca. Habló de esfuerzo y dedicación, pero sobre todo de tenacidad y aguante, de cómo, tras una vida de penurias, llegaba la recompensa. No tuvo una gran despedida, simplemente desapareció. Un cáncer de páncreas arrancó los planes de una mente lúcida, de un premio merecido, de una voz que casi me convence. No es justo joder, ni siquiera pudo pasar el verano con las nietas.

Parece un argumento tan sencillo como una película de mediodía, pero aun así, la obsesión por el éxito y el reconocimiento me impedían verlo. ¡Eso no es vida!

Que le den por culo a la corbata y a trabajar de sol a sol, vivid cada instante que podáis. Que se caiga el boli para ir con la familia, para tomar cervezas, para hacer deporte, para simplemente tocaros los huevos. ¡Qué más da! ¡Haced algo! ¡Vivid! Ya es hora de lanzarse, de abandonar el miedo ante idea absurda que nunca se producirá.

Todos conocemos un caso de éxito, utilizadlo como cliché si os da la gana pero que no os impida vivir. Olvidad la puta película de Disney y enamoraos mil veces, que ya sabréis cuándo hay que luchar realmente. Nos imponemos un sufrimiento pensando en una recompensa que jamás llegará, nosotros no somos esa persona elegida, ese gurú que se ha autorrealizado con veinte años, ese artista cuyo nombre perdurará o el atleta que gana la medalla de oro. No lo sois, y si os sujetáis a esa idea vacía, a ese sueño irrealizable, el cáncer llegará de una forma u otra. En la vida no hay recompensas.

Reconozco la importancia de un camino, de una meta, de un ideal que se puede llegar a alcanzar, pero alejaos de la tierra y entrad en el campo, de ese camino se puede salir y entrar mil veces, no afectará realmente al resultado. ¿Por salir de noche del trabajo vas a cambiar el mundo? Conozco gente que vive más en una semana que otros en toda su vida, alimentémonos de experiencia, vivamos, que unos miles de euros más no cambian nada.

Qué fácil es caer en el simplismo, en la orgía zen de vida, sexo, amistades, viajes y cero sufrimiento. No nos limitemos, elijamos el sueño que queramos, muramos por conseguir cumplirlo, lloremos, suframos, desesperémonos por no conseguir algo que realmente merezca la pena, pero entremedias vivamos, joder, vivamos. Nuevamente elegid el cliché que os plazca, el mío es vivir de la escritura, vivir en una playa sin tiempo, en una casa sin tabiques y con una pareja que sepa sentir. Entre desnudeces pasaría las mañanas de escritura, y por las tardes sólo tendría que coger una mano que me estremece y esperar que la marea sorprenda mis pies de turista adormilado.

«Arte extraño el de nuestras necesidades que trueca en preciosas las cosas más viles».

W. Shakespeare.

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Imagen: Sample. Cedida por el autor: Abzurdo. Podéis encontrar más dibujos sugerentes en su blog, tenéis el enlace en mi blogroll.

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La estadística de la vida

El tiempo es una variable impertérrita, inviable, invencible. Es una verdad contra la que no podemos luchar. Por ello, he creído que el tiempo es el eje sobre el que orbita la vida y la toma de decisiones de la humanidad.

Es un error.

Quizás me encuentre influido por Asimov y su magnífico planteamiento de un destino matemático, quizás sólo sea el resultado de una noche de pizza y botes de helado; pero el por qué nunca superará al qué. El tiempo es una variable, nada más. La importancia reside en el árbol de toma de decisiones, en la estadística que nos hace elegir una opción.

Las leyes de la física sólo enmarcan el concepto del juego, son las normas que aún no podemos traspasar. La biología, en cambio, bascula desde el efecto limitante hasta la mera posibilidad. Un ciego no puede ver, éste es el hecho límite, pero él será el que decida si puede ver de otra manera, y es aquí donde surge la posibilidad.

Todos contamos con un poder total sobre nuestro árbol estadístico de decisiones. Seremos nosotros los que decidamos si aquella experiencia traumática, si aquella pérdida de amor propio cuando saboreamos el fracaso; genera miedo, y por lo tanto reducen las opciones de futuro; o provoca esperanza, y nosotros mismos multiplicamos las posibilidades.

Siempre he sentido apego hacia aquellas personas que desafían su propia educación, su formación estereotipada e inconclusa. Todos los que tienen que lidiar frente a unos límites marcados durante años, ya sea en el terreno racial, moral, religioso, sexual o incluso memeces tan triviales como la política y la clase social. Poco importa que sea de un lado o del otro. Cuando el individuo lucha contra ello no perderá jamás, puede que fracase en la opción en concreto contra la que luchaba, pero justo es ese hecho: la lucha, lo que le permite cambiar el peso porcentual de sus decisiones, y quizás, hasta generar alguna oportunidad.

Podemos llegar a entender, incluso justificar, las grandes decisiones de una empresa o un estado. A pesar de que su árbol de decisiones sea el mismo, las variables nos resultan más tangibles, más reales: poder, dinero, o incluso la conciencia social de una ONG.

Pero cuando hablamos del hombre la cosa cambia. Todos nos manipulamos, o nos dejamos manipular en medidas diferentes. No existen dos gotas de agua iguales, por lo que jamás encontraremos a alguien con nuestro mismo árbol, ya busquemos al excéntrico orador de posibilidades infinitas o al pelele que lo deja todo a una sola cuerda y del que todos conocemos cuál será el próximo paso que dará.

Y es aquí donde entre la metáfora. Si regamos este árbol con libertad, multiplicará nuestras opciones, si lo manipulas queriendo controlar las decisiones o sus consecuencias, serás un cáncer, ya sea para la sociedad o para uno mismo.

«Siempre que enseñes enseña a la vez a dudar de lo que enseñas».

Ortega y Gasset

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Imagen: Liana. Cedida por el autor: Abzurdo. Podéis encontrar más dibujos sugerentes en su blog, tenéis el enlace en mi blogroll.

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Hastío

Existen personas cuyas ansias por vivir les han llevado a quemar etapas mucho más rápido que aquellos que les rodean. Fueron los primeros en dejar la infancia y adentrarse en la búsqueda del conocimiento del sexo opuesto, los primeros en rabiar gritando libertad cuando los demás aún jugaban a los temas de los novios, los advenedizos en los temas de la sociedad, los que buscaban política, los que hablaban de cultura. Han sido los primeros en ser ellos mismos, en encontrarse, en conocerse.

No es que sean más listos, es que sus ganas de descubrir algo nuevo, de conocerlo todo, les impulsaban a seguir adelante, pegando bocados que apenas se digieren para correr aún más en el ansia por conseguir experiencias nuevas. Son líderes en inquietudes.

Han leído, han gritado, han sufrido, han follado todo lo que han podido. Han amado, han sido felices, han dañado y les han dejado. Conocen la vida y la muerte, el éxito y el fracaso. Lo han tenido todo y se han quedado sin nada. Han viajado hasta quedarse sin horizontes. Y todo lo han repetido una y otra vez, conocen perfectamente el camino y la meta.

Es entonces cuando llega el hastío, cuando no existe la novedad, cuando ya has adquirido cualquier sabiduría. ¿Existen cosas nuevas por descubrir? Por supuesto, pero una vez que ya conoces la esencia de la existencia pierdes la capacidad de sorprenderte. Es entonces cuando empiezas a morir, cuando tu retiro se vuelve necesario, cuando ya no te queda nada por aportar. Esto suele ocurrir cuando el cuerpo se marchita, otorgando una desconexión natural de la mente y el cuerpo hasta que el corazón deja de latir. ¿Pero qué ocurre cuando esto llega a los treinta y no a los ochenta?

No lo sé. No tengo respuesta a esa pregunta ni salida a esta etapa, aún desconozco si es la última etapa o aún queda algo más. Sería sencillo si pudiese simplemente cambiar de inquietudes, ponerme a diseñar joyas o cogerme un año sabático. Pero cuando tu inquietud eran precisamente las inquietudes, cuando tu único anhelo es precisamente la existencia, al lograrlo no llega la iluminación, llega el hastío.

Me siento viejo, como si mi alma necesitase unas vacaciones eternas. Creo que es hora de poner el punto y final, de morir para poder renacer. Si existe una nueva etapa tengo que encontrarla.

monje

Imagen cedida por el autor:

  • Rodrigo DB Cores PHOTO.
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